Los Hermanos Testigos de la Santidad del Cura de Ars
(Tomado del libro del H. Teodoro Berzal : Una colaboración fraterna. San Juan María Vianney, el Hermano Gabriel Taborin y los Hermanos de la Sagrada Familia en Ars. 2013.)
Los Hermanos Gabriel, Jerónimo y Atanasio fueron llamados ante el tribunal diocesano que instruía la causa de beatificación del Cura de Ars, junto con muchos otros testigos. Es el llamado Proceso del Ordinario (P. O.) destinado a probar la fama de santidad y la práctica de las virtudes cristianas del Siervo de Dios. El tribunal tuvo la mayor parte de sus sesiones en Ars. El testimonio del Hermano Gabriel, sin embargo, fue recogido por el tribunal en el palacio episcopal de Belley el día 12 de septiembre de 1864. En el texto manuscrito el testimonio del Hermano Gabriel ocupa nueve páginas (1485-1493) contando también las preguntas y otras formalidades. El testimonio del Hermano Jerónimo, que fue llamado a declarar en julio de 1863, es mucho más extenso (páginas 532 a 576 en el manuscrito). Y el del Hermano Atanasio lo es mucho más aún: con los datos que aporta podría escribirse una vida del santo Cura y un amplio tratado sobre sus virtudes. El Hermano Atanasio declaró en 11 sesiones ante el tribunal, entre el 31 de julio de 1863 y el 10 de septiembre del mismo año. Su testimonio totaliza en el manuscrito 97 páginas. A ellas hay que añadir su declaración en el Proceso Apostólico (P. A.) que tuvo lugar en 1876. El testimonio del Hermano Atanasio en el Proceso Apostólico comprende otras 63 páginas. Durante este segundo proceso el Hermano Atanasio confirma sus declaraciones hechas en el P. O., completa algunas explicaciones y continúa en cierto modo la historia de la peregrinación de Ars narrando nuevos milagros, hablando del sepulcro del santo Cura y de las reliquias, contando la visita de algunos personajes, etc.
En los apartados precedentes hemos tenido ocasión de leer algunas partes del contenido del testimonio del Hermano Gabriel, en el que trata de las relaciones entre ambos y subraya de modo especial la humildad del Padre Vianney y su generosidad con la Congregación. Presentamos a continuación la totalidad del testimonio del Hno. Gabriel y algunas partes del de los Hermanos Jerónimo y Atanasio.
Pero recordemos previamente que el Hno. Gabriel había escrito ya sobre la santidad del Cura de Ars en su libro El Ángel conductor de los peregrinos de Ars (1850), en estos términos: “El Padre Vianney, párroco de Ars, tiene ahora 69 años; siempre ha estado dotado de una admirable sencillez; la vida pobre y retirada que lleva lo pone al abrigo de los peligros. Por todas partes se muestra digno de su santo ministerio. Los rasgos de su figura benigna anuncian la paz y la serenidad de su hermosa alma; su bondad y su mansedumbre le ganan a todos los corazones. El cielo lo favoreció con el don precioso de tocar a las almas y de operar conversiones maravillosas, sus oraciones tan fervientes tienen un poder muy especial para alcanzar de Dios gracias extraordinarias, y, como ya se señaló, hacen prodigios cuya fama se expande por todas partes, debido al concurso de tan numerosos peregrinos. Si nosotros le damos prematuramente el nombre de Santo, es porque juzgamos al árbol por sus frutos: este hombre de Dios sabe que no se puede ser santo en el cielo si uno no lo es en la tierra, y que no hay que esperar a la hora de la muerte para llegar a serlo. El P. Vianney ha trabajado en su santificación desde su juventud. ¿Y quién, en nuestro siglo, practica en más alto grado las virtudes cristianas y sacerdotales? Este Sacerdote venerable vive todavía, y sabe que nadie se salvará más que quien haya perseverado en el amor y la gracia de Dios: los días que le están reservados, y cuya prolongación nosotros pedimos, no servirán sino para aumentar su recompensa y añadir otras páginas de ejemplaridad a lo que acabamos de decir. Pero no olvidemos que no servirá de nada para la eternidad admirar la vida de los santos, si a su ejemplo, no practicamos fielmente las leyes de Dios y de la Iglesia”.
El testimonio del Hno. Gabriel
“El Padre Perrodin, Superior del seminario mayor, me sugirió que fuera a Ars para hablar al Siervo de Dios y recomendarle la Congregación naciente. Seguí su consejo. Llegué a Ars sin darme a conocer en ningún modo, y nada externo podía indicar quién era yo. Después de haber rezado ante el Santísimo Sacramento, me presenté en la sacristía en el momento en que el Siervo de Dios se revestía con los ornamentos para decir la santa Misa. Quedé vivamente impresionado al ver su figura, sobre la que se diseñaban los rasgos de la santidad. Siempre he creído que al saludarme, me había llamado por mi nombre y que, después de haberme preguntado cómo estaba, se había informado sobre el estado de la pequeña Congregación de la Sagrada Familia.
– “¿Pero, Sr. Cura, – repliqué muy conmovido – cómo me conoce usted?”
– “Oh, – contestó él con una graciosa sonrisa – los amigos del buen Dios deben conocerse bien”.
Me dio luego cita para después de la misa y se revistió de los ornamentos sagrados. En la conversación que tuve con el Siervo de Dios, en el momento indicado, me testimonió mucho interés, me felicitó por haber dado a mi Congregación el nombre de la Sagrada Familia; me anunció que iba a prosperar, a pesar de muchos obstáculos, y me recomendó que no me desanimara nunca. Amó personalmente hasta tal punto la Congregación, que nos ha enviado cerca de cuarenta postulantes.
Fui por segunda vez a Ars y supe por la boca misma del Sr. Cura, que acababa de hacer una fundación para la educación gratuita de los niños de la parroquia de Ars. Me manifestó también su asombro de que yo no hubiera enviado aún a los Hermanos: “Estoy enfadado con usted, me dijo; he entregado para usted dieciocho mil francos a la caja diocesana”. Me rogó que enviara a los Hermanos tan pronto como me fuera posible”. Poco tiempo después, pude enviar a nuestros Hermanos para dirigir la escuela fundada por él.
Como prueba de su atención hacia nosotros, el Siervo de Dios nos ayudó mucho para adquirir el mobiliario de la casa de Ars; y además construyó en ella una capilla y la adornó. Nuestro Noviciado de Belley posee, como precioso recuerdo de sus liberalidades y de su amistad para con nosotros, una custodia de gran precio, un rico ciborio y unas vinajeras de plata con su bandeja. Ha tenido además la bondad de fundar una misa que debe decirse a perpetuidad todos los domingos del año en nuestra capilla por la conversión de los pecadores. Otras veinte misas deben decirse en los días libres con esa misma intención.
En una circunstancia particular necesitábamos con urgencia la suma de mil doscientos francos. No pudiendo encontrarla en Belley, tuve la idea de dirigirme al Siervo de Dios. Le escribí para ello y mandé que la carta se la presentara el Hno. Jerónimo. En cuanto tomó conocimiento del asunto, dijo: “Siento mucho no poder responder al deseo de su buen Superior. He aquí todo lo que tengo”. Y presentó al Hermano Jerónimo cinco céntimos, diciéndole: “Con esto no hay ni para pagar el porte de la carta. Rezaremos para que el buen Dios ayude a su Superior y pueda encontrar esta suma”. Y se fue al confesionario. Admirable Providencia de Dios, la primera persona que escuchó en confesión le presentó 1200 francos para sus buenas obras. Salió en seguida del confesionario con un gran contento y le dijo al Hermano Jerónimo: “Ya ve qué poderosas son sus oraciones; Dios lo ha escuchado. He aquí la suma que su Superior necesita. Escríbale que venga a recogerla”. Atendí a su invitación y fui a testimoniarle mi agradecimiento, expresando al mismo tiempo mi sorpresa. Él me respondió con una humildad que me edificó profundamente: “¡Oh! es el buen Dios quien escucha las oraciones del Hermano Jerónimo y de todos los que rezan de buena gana”. “Sr. Cura, le dije yo, le devolveré esta suma dentro de algún tiempo”. “Vaya en paz, mi amigo, replicó, yo no le presto, sino que le doy esa suma, es el buen Dios quien se la envía. Le daría de buena gana otras cosas, si no me molestaran”.
Yo había contraído una hernia doble desde hacía 36 años. Hablé de ello al Siervo de Dios. Él me contestó: “Ah, mi amigo, eso es un regalo del buen Dios. Yo tengo también una hernia doble, pero yo no seré curado; mientras que usted lo será con tal de que haga en seguida una novena a santa Filomena”. Yo no creía que podía curar: por eso hice una novena sin gran confianza. Pero, cuál no fue mi sorpresa cuando al final de mi novena, me encontraba curado. Me quité el vendaje y desde entonces no he sentido nada.
Para favorecer la devoción de los peregrinos de Ars, tuve la idea de escribir un libro con este título: “El Ángel conductor de los peregrinos de Ars”. Antes de empezarlo, consulté al Siervo de Dios, el cual acogió con bondad ese proyecto. Añadió además: “Escríbalo en seguida, yo me cargo de hacer que se vendan 60 ejemplares por día”. Compuse el libro y lo sometí a la aprobación del Obispo de la diócesis. En cuanto estuvo impreso, llevé seis ejemplares del mismo al P. Vianney, quien los recibió con alegría y agradecimiento, diciéndome que ese libro haría mucho bien. Pero en el prólogo había tenido yo la desdicha de describir su vida con algunos rasgos rápidos, presentándolo como un modelo de virtud y de santidad. Al día siguiente por la mañana, habiéndome visto en la iglesia, me hizo una señal para que lo acompañara; tenía un aspecto de aflicción y de severidad extraordinarias. Yo lo seguí hasta la sacristía, cerró la puerta y me dijo muy agitado y vertiendo abundantes lágrimas:
– “Amigo mío, no lo creía capaz de escribir un mal libro:
– “¿Cómo pues?”, dije.
– “Es un mal libro, es un mal libro.
– Dígame en seguida cuánto le ha costado y se lo rembolsaré, luego lo quemaremos”.
Mi asombro era enorme y le pregunté de nuevo por qué ese libro era malo.
– “¡Es un mal libro, es un mal libro!”, replicó.
– “Pero ¿por qué, Padre?”.
– “Habla de mí como de un hombre virtuoso, como si fuera un santo, mientras que soy sólo un pobre ignorante, el más miserable de los sacerdotes”.
– “Pero, Padre, yo he mostrado este libro a sacerdotes cultos; Monseñor Devie ha visto todas las pruebas de imprenta y ha dado su aprobación, éste no puede ser un mal libro”.
Sus lágrimas continuaban aumentando.
– “Pues bien, suprima todo lo que se refiere a mí, y entonces será un buen libro”.
A mi vuelta de Ars, yo informé inmediatamente a Monseñor de lo que había pasado. “¡Qué lección de humildad nos da a usted y a mí este santo sacerdote!”, me dijo al Prelado, quien, sin embargo, añadió: “No se le ocurra suprimir nada, se lo prohíbo”. Seguí el consejo de mi Obispo, pero el Siervo de Dios no quiso nunca poner su firma sobre este libro, cosa que hacía fácilmente con los libros y objetos de piedad que le presentaban. He aquí todo lo que tenía a decir respecto a la Congregación de la Sagrada Familia y de sus relaciones con el Cura de Ars”.
El testimonio del Hermano Jerónimo
“El Siervo de Dios mostraba gran celo por todo lo que se refiere al culto divino. Quería para la iglesia hermosos ornamentos y se sentía feliz cuando los podía adquirir. Como yo estaba encargado de la sacristía me decía con agrado: “Hay que tener bien la casa de Dios, hay que cuidarla muy bien”. Con su gran espíritu de fe y su amor por la pobreza, me decía también: “Una vieja sotana va bien con una hermosa casulla”… Entre todas las ceremonias del culto divino, le gustaba desplegar una gran solemnidad en la procesión con el Santísimo Sacramento. En los comienzos hacía él mismo los altares para la procesión y quería que fueran lo más hermosos posible. Llevaba él mismo el Santísimo Sacramento. Al final de su vida, como estaba ya muy débil, le preguntaron después de la procesión si estaba cansado. “Cómo iba a estarlo, replicó, si era Él quien me llevaba” (P. O., p. 545).
“Cuando el Padre Vianney celebraba el santo Sacrificio, creía ver al comienzo de la misa a otro San Francisco de Sales. Me emocionaba fuertemente sobre todo cuando al comienzo de la consagración y en la comunión notaba en su rostro una expresión de piedad, de fe, de amor, de alegría, que parecía estar abrasado. Eran momentos en que me gustaba verlo. Cuando predicaba sobre el Santísimo Sacramento, lo hacía con términos que me impresionaban fuertemente” (P. O., p. 545).
“Le preguntaron un día en presencia mía si no tenía miedo cuando era objeto de esos ataques del demonio; “Oh, replicó, somos casi camaradas”. Una noche estaba sumido en una gran tristeza. De repente oyó una voz que le dijo estas palabras: “He esperado en ti; no seré confundido por la eternidad”. Se levantó, abrió su breviario y las primeras palabras que llamaron su atención fueron precisamente esas palabras del salmo. El Siervo de Dios encontró consolación” (P. O., p. 548).
“Un día pidió a Dios que le mostrase su miseria, según nos contó él mismo. Dios lo escuchó y el Padre Vianney fue casi tentado de caer en la desesperación. Rogó, pues, a Dios de no mostrarle más que una parte de ella, y fue escuchado” (P. O., p. 552).
“Aunque estuviera rodeado y a veces empujado por una multitud indiscreta, aunque fuera acosado por preguntas inconvenientes, interpelado de todas partes, estaba siempre igual a sí mismo, siempre gracioso y dispuesto a hacer un servicio. Le gustaba que le hablaran de las cosas de Dios, sabía deslizar siempre algunas palabras sobre Dios, incluso en las conversaciones que parecían de lo más indiferentes” (P. O. 553).
“Yo sé que un día un misionero le dijo:
– “Señor Cura, si Dios le propusiera subir al cielo ahora mismo, o permanecer en la tierra para trabajar por la conversión de los pecadores, ¿qué haría?”.
– “Yo creo que me quedaría, respondió”.
– “Pero los santos son felices en el cielo”.
– “Sí, pero los santos son santos”.
– “¿Se quedaría usted aquí hasta el fin del mundo levantándose tan pronto cada mañana?”
– “Oh, sí, amigo mío, no temo el sacrificio” (P. O. 554).
“No sabía rehusar nada a los pobres que solicitaban su caridad. No daba, sin embargo, indistintamente a todos y sabía dar sus limosnas con discernimiento, dando mucho a quien se encontraba realmente en la necesidad y una pequeña limosna a los pobres de cada día. Pagaba el alojamiento de varias familias” (P. O. 555).
“Cuando Monseñor Chalandon envió una circular para recomendar que se colocara una estatua de la Virgen María en cada localidad, el Cura de Ars dijo a sus feligreses: “Como nosotros tenemos ya una estatua de la Virgen María sobre la iglesia, vamos a comprar un hermoso ornamento en honor de la Inmaculada Concepción”. Este ornamento todo cubierto de oro fue usado el día mismo de la definición del dogma de la Inmaculada Concepción” (P. O. 558).
“Durante los diez últimos años de su vida yo he visto personalmente en qué consistía su régimen de comidas. Se había visto obligado a suavizarlo. He aquí, sin embargo, en qué consistía. Por la mañana tomaba una taza normal de chocolate o de leche. A mediodía comía un plato que le preparaban. Algunas veces añadía un poco de postre, pero se privó de él los dos últimos años de su vida. Por la noche no tomaba nada. Cuando hacía mucho calor, aceptaba a veces tomar algo. Los días de ayuno sólo comía a mediodía. Al final de su vida se vio obligado a tomar algo por la mañana. Calculo que comía una libra de pan por semana. Un día estaba tomando el chocolate y luego comía el pan seco. “Si mojara el pan en el chocolate, le dije, sería mejor”. “Oh, me respondió, ya lo sé”. Pero no lo hizo” (P. O. 561).
“Sufría mucho al ver su retrato reproducido de varias formas y expuesto en las vitrinas de los comerciantes. Lo llamaba su “carnaval”. Nunca quiso firmarlo cuando había alguno entre las estampas que le presentaban para que las firmara. Poniéndolo de lado decía a las personas: “Esto no vale más que tres días al año”, aludiendo a los días de carnaval” (P. O. 565).
“Me parece, primero, que el Cura de Ars había recibido de Dios el don de lágrimas. Se lo veía llorar frecuentemente en el púlpito, durante la catequesis, en el confesonario, durante las entrevistas personales. Era sobre todo cuando hablaba del amor de Dios, del pecado y de otros temas parecidos. Segundo, la opinión general es que leía en el fondo del corazón de las personas” (P. O. 567).
El testimonio del Hermano Atanasio
“Fundó la Providencia para la educación de las niñas y un establecimiento de los Hermanos para la educación de los chicos. Estableció estas dos actividades con sus sacrificios personales y con dones que recibió de personas piadosas. La escuela de niñas fue dirigida primero por personas seglares que él había reconocido como piadosas; más tarde fue confiada a las Hermanas de San José. La escuela de niños fue dirigida por los Hermanos de la Sagrada Familia” (P. O. p. 661).
“He oído decir al Siervo de Dios que en los primeros años de su ministerio en Ars, es decir durante los diez primeros años, tuvo que sufrir muchas contradicciones, a causa de su género de vida. Llegaron a gritar bajo su ventana y colocar en la puerta de la casa sacerdotal carteles injuriosos. Escribían al Obispado contra él, y el párroco de Trévoux vino a Ars para informarse sobre su conducta. Recibió un día de un miembro del clero una carta llena de injurias. El Siervo de Dios no había dado lugar a ninguna de esas persecuciones. Yo sé que soportaba ese trato no sólo con paciencia sino también con alegría. Recordaba más tarde esa época como la más hermosa de su vida” (P. O. p. 664).
“El Padre Vianney llegó a Ars como párroco el trece de febrero de 1818. Le he oído decir en una conversación que en el primer momento en que vio la parroquia, le vino un pensamiento singular: Es muy pequeño, se decía para sus adentros, pero no podrá contener a todos los que vendrán un día” (P. O. p. 667).
“Le gustaba describir la felicidad del alma en estado de gracia y la acción del Espíritu Santo en ella. El Espíritu Santo es nuestro conductor, decía; el hombre no es nada por él mismo, pero es mucho con la ayuda del Espíritu Santo; el hombre es terrestre y animal, sólo el Espíritu Santo puede elevar al alma y llevarla a lo alto. Me han contado que el Padre Lacordaire, habiéndole oído predicar sobre el Espíritu Santo, quedó tan maravillado que lo siguió a la sacristía y le dio las gracias, diciendo: “Me ha enseñado a conocer quién es el Espíritu Santo” (P. O., p. 670).
“Mostró gran espíritu de fe en el momento de su última enfermedad, yo he sido testigo de ello. Estaba junto a él con uno de mis Hermanos en el momento en que le traían el Viático. Cuando oyó la campana, se puso a llorar. El Hermano le preguntó qué le pasaba y por qué lloraba: ¿Está usted más cansado?, le preguntó –Oh, no, respondió él, lloro pensando qué bueno es Nuestro Señor que viene a visitarnos en nuestros últimos momentos” (P. O., p. 670).
“El Cura de Ars se abandonaba enteramente en las manos de la Providencia. Se complacía recordado el cuidado que Dios había tenido de él, los bienes que de él había recibido. Entonces recapitulaba todo lo que le había sucedido durante sus estudios, durante su permanencia en Les Noës, en otras circunstancias de su vida y añadía: he sido un niño mimado de la Providencia; nunca me he preocupado de nada y nada me ha faltado” (P. O., p. 806).
“Dios permitió que el Padre Vianney fuera objeto de los ataques del demonio. He oído con frecuencia al Siervo de Dios contar él mismo las vejaciones de toda clase que había tenido que sufrir por parte del enemigo de la salvación… Un día estaba en la cama desde hacía un momento; le pareció que su lecho, que era muy duro, se hacía extremadamente blando y que él se hundía como en un diván; al mismo tiempo una voz burlona repetía: Vamos, vamos. El Padre Vianney hizo la señal de la cruz y todo cesó al instante. Otro día por la tarde, encontrándose al lado de su mesa, vio cómo el recipiente del agua bendita que estaba al lado de su cama cayó sobre la almohada y poco después se rompía como si hubiera caído de lo alto sobre una superficie dura; yo mismo he visto los trozos. El Cura de Ars oía a veces un ruido infernal en el patio como si hubiera un grupo numeroso de gente discutiendo en una lengua extranjera. Otras veces oía cantar con una voz rechinante, y él decía: el garfio tiene una voz desafinada” (P. O., p. 808-809).
“El buen Cura notaba que esos ruidos eran más intensos y los ataques más inoportunos cuando algún gran pecador iba a confesarse o cuando trabajaba para alguna obra importante que se refería a la conversión de los pecadores. Así un día me dijo: Parece que el garfio no está contento de esta obra (se trataba de una fundación de cincuenta misas que había que celebrar anualmente en la capilla de nuestra Casa Madre de Belley); hace ruido toda la noche en el desván que está encima de mi habitación; toca la campanilla como para la misa; es un buen mono” (P. O., p. 812).
“El Siervo de Dios tenía numerosas penas interiores. Estaba atormentado por el deseo de la soledad; hablaba con frecuencia de ello. Era como una tentación que le obsesionaba durante el día y más aún durante la noche. Cuando no duermo por la noche, me decía, mi espíritu viaja siempre, voy a la Trapa o a la Cartuja; busco un lugar donde llorar mi pobre vida y hacer penitencia por mis pecados” (P. O., p. 813).
“Una vez, en la misa de medianoche, la ejecución de un canto durante la elevación hizo esperar algunos instantes al Señor Cura para el canto del Padre nuestro. Y mientras tenía la sagrada Hostia sobre el cáliz, parecía muy emocionado: sonreía y lloraba a la vez. Después del oficio, el Padre Toccanier le preguntó cuál era la causa de esa emoción tan profunda. El Señor Cura respondió con estas palabras: “Le decía a Dios; si supiera que no iba a verte jamás en el cielo, no te dejaría ahora que tengo la felicidad de tenerte entre mis manos” (P. O., p. 816).
“El Padre Vianney hablaba muchas veces en sus enseñanzas sobre el amor de Dios; terminaba frecuentemente con estas palabras: “Ser amado por Dios, estar unido a Dios, vivir en la presencia de Dios, vivir para Dios, ¡qué hermosa vida y qué hermosa muerte! Cuando se compadecía de la suerte de los pecadores, era siempre porque no amaban a Dios” (P. O., p. 819).
“El Cura de Ars amó mucho toda su vida a los fieles de su parroquia; tenía para con ellos una generosidad verdaderamente extraordinaria; no se hacía esperar cuando lo llamaban. Incluso en el momento de máxima afluencia de los peregrinos, dejaba todo cuando uno de sus feligreses lo llamaba y reclamaba su ministerio o cuando lo llamaban para algún enfermo. Los fieles de su parroquia lo querían también mucho a él y le dieron prueba de ello en varias circunstancias” (P. O., p. 821).
“Cuando llegué a Ars en 1849, la peregrinación era ya muy numerosa. Se podía calcular en unos 25.000 los forasteros que venían cada año a ver y consultar al Padre Vianney o confesarse con él. Él no dejaba ya su confesonario, y un vicario lo remplazaba para las funciones administrativas. Desde esa fecha vi cómo la peregrinación aumentaba, y más tarde hubo hasta doce coches públicos para traer a los peregrinos que venían a Ars. Con frecuencia incluso esos coches no bastaban, pues había mucha gente. Se ha calculado que durante los seis últimos años de la vida del Padre Vianney la media de peregrinos por año era de 100.000” (P. O., p. 822).
“Le preocupaba tanto la conversión de los pecadores que un día me decía en presencia de varias personas: Si tuviera ya un pie en el cielo y me dijeran que volviera a la tierra para convertir a un pecador, volvería gustoso. Si tuviera que quedarme hasta el fin del mundo, levantarme a media noche y sufrir como sufro, lo haría con gusto para continuar trabajando en la conversión de los pecadores” (P. O. 823).
“El deseo de trabajar en la conversión de los pecadores lo llevó a fundar la obra de las misiones. Ha establecido cerca de cien en las diversas parroquias de la diócesis e incluso fuera de ella, como se puede ver en los registros de las misiones que me obligaba a tener. Amaba mucho esta obra; por eso le daba mucha alegría cuando recibía una cantidad importante para esta obra. Un día me dijo en la sacristía: “Camarada, ¿se ha levantado temprano esta mañana? – Como de ordinario, le respondí. –Peor para usted, replicó, si hubiera hecho como yo, tendría ya hecha la jornada; me han dado para la fundación de una misión e incluso de sobra” (P. O., p. 827).
“Vendía todo para dar el dinero a los pobres; así todos sus muebles fueron vendidos a varias personas. Las cosas que no podía vender las daba. Había que darle la ropa y las demás cosas a medida que las iba necesitando, sin esa precaución se hubiera visto en la necesidad más completa. Lo que le daban a él lo daba a su vez. Nuestro Superior general le había traído de Roma un rosario que el Santo Padre había bendecido de manera especial para el Cura de Ars; este objeto que había recibido con gran placer, no tardó en desprenderse de él” (P. O., p. 830).
“Me decía un día: “Me reprochan no ser bastante severo en las penitencias que doy en el confesonario, absolver demasiado fácilmente a los penitentes. Pero ¿puedo ser yo severo con gente que viene desde tan lejos, que hace tantos sacrificios, que con frecuencia se ven obligados a esconderse para llegar hasta aquí?”. Me decía otra vez: “Un penitente me preguntó por qué lloraba yo al oír su confesión. Yo lloro, le respondí, porque usted no lo hace suficientemente” (P. O., p. 832).
“El Cura de Ars era bueno y gracioso con todos. Invitaba a sentarse a todos los que se presentaban ante él; insistía incluso; pero él no quería nunca sentarse. Su fórmula para saludar a los visitantes era: “Le presento mis respetos”. Siempre estaba lleno de cuidado y atención hacia las personas que estaban a su lado, como he sido testigo muchas veces” (P. O., p. 836).
“Tenía un temperamento muy vivo y creo que si por virtud no lo hubiera dominado totalmente, se hubiera dejado llevar al enfado. Por eso se veía obligado, para contenerse, a hacerse una extrema violencia. Me he podido convencer de ello observando algunos detalles casi imperceptibles. En ciertas ocasiones cuando alguna persona lo importunaba mucho, retorcía fuertemente un pañuelo que tenía en la mano; yo veía por el movimiento de sus labios qué esfuerzos hacía para reprimir la impaciencia” (P. O., p. 848).
“Mitigaba la severidad de su régimen en las comidas cuando recibía a sus familiares o a otros sacerdotes. Cuando recibía a estos últimos, era muy honorable. En la última reunión que tuvo lugar en Ars antes de su muerte, varios sacerdotes participantes dijeron: “Hemos tenido la mejor comida del cantón” (P. O., p. 849).
“He visto durante mucho tiempo en su habitación una disciplina colgada en la pared, detrás de la cortina, hacia la cabecera de la cama. Estaba formada por dos cadenas de alambre de mediano grosor, de una longitud de veinte o veinticinco centímetros, atadas a una cuerda de cáñamo ennegrecida por haber sido usada durante mucho tiempo” (P. O., p. 850).
“Dos días antes de su muerte me encontraba solo con él en su habitación. Me dijo: “Me quedan treinta y seis francos; dígale a Catalina Lassagne que los tome y se los dé al médico que me ha cuidado; eso es todo lo que me queda. Creo que es más o menos lo que le debo; y que le diga luego que no venga a verme más veces, porque no podría pagarle” (P. O., p. 855).
“El Siervo de Dios tenía una tal estima de la humildad que hablaba de ella constantemente, sobre todo en sus enseñanzas. Me decía con frecuencia hablando de nuestro Internado: “Permanezca en la sencillez, cuanto más permanezca en la sencillez, mayor bien hará” (P. O., p. 858).
“Según la pública opinión, el cura de Ars leía con frecuencia en el fondo del corazón y anunciaba cosas que no podía conocer naturalmente. He oído citar un gran número de hechos de ese tipo. Puedo testimoniar de los siguientes: El Fundador de nuestra Sociedad me ha contado que vino a Ars a recomendar a las oraciones del Padre Vianney su Congregación cuando estaba naciendo. El Cura de Ars al verlo entrar, lo saludó por su nombre y le preguntó en qué punto estaba su obra. Nuestro Superior no daba crédito a lo que estaba oyendo: “Pero, ¿cómo me conoce usted, Señor Cura? Es la primera vez que tengo el honor de verlo”; “- Oh, replicó, los amigos de Dios se reconocen en todas partes” (P. O., p. 864).
“Antes de venir a Ars había oído hablar una vez a nuestro Superior Fundador del Venerable Siervo de Dios. En 1849 fui enviado a Ars para fundar el establecimiento de los Hermanos. Vi entonces por primera vez al Padre Vianney. Desde ese momento hasta su muerte mis relaciones con él fueron muy frecuentes. Tenía ocasión de verlo varias veces cada día y con frecuencia también de hablar con él. He leído varias biografías parciales o completas del Venerable Padre Vianney. La primera publicada por Señor Ginot; la segunda por el Hermano Gabriel Taborin, nuestro Fundador; la tercera por el Padre Monnin, entonces misionero diocesano y hoy en la Compañía de Jesús” (P. A., p. 1005).